sábado, 9 de octubre de 2010


Rehaciendo discursos
    El período de finalización del año escolar, antaño, alcanzaba especial notoriedad. Los alumnos, en vísperas de las fiestas de fin de año, se preparaban intensamente para los exámenes finales, aquellos que les permitiría pasar con distinción a otro curso, apenas a la “rastra” o, simplemente, quedarse “pegado”, expuestos a la reprimenda familiar y a la burla de sus amigos y condiscípulos.
   No sabían los pobres, por qué iban a saberlo, que esto de los exámenes no dejaba de ser una mera farsa, ya que su promoción o repitencia estaba acordada desde antes por sus maestros, los únicos que, compartiendo todo un año con ellos, tenían la capacidad de tomar tal decisión.
   El día fijado para esta ceremonia, recuerdo, los niños llegaban con su mejor tenida. Una comisión de tres apoderados junto al profesor del curso eran los encargados de someter a cada uno de los muchachos a un prolijo examen de conocimientos y habilidades. Posteriormente, se realizaba un Acto Solemne de clausura del año escolar, con la asistencia de autoridades y padres de los muchachos, además del cuerpo de profesores, por supuesto.
   En esa instancia, normalmente, el Director del Establecimiento solía leer un largo y repetitivo discurso, lleno de lugares comunes, en los que, para elevar el espíritu de los concurrentes y despertarlos del tedio, intercalaba algunos versos de Gabriela, incorporaba cifras de rendimiento, se refería a los muchos bienes que provienen –dicen- del saber y la cultura y elogiaba, finalmente, los logros obtenidos gracias a su siempre perspicaz dirección.
    En la oportunidad a la que nos estamos refiriendo, el Director de la Escuela era don Armando Álvarez, reconocido educador chilote, radical a mucha honra. A punto de subirse al podio para cerrar al fin la larga ceremonia, luego de un regado cóctel ofrecido previamente a las autoridades e invitados en su propia oficina, echó la mano al bolsillo en busca del famoso “discurso” y descubrió que éste... no estaba, simplemente.
   Recurrió, entonces, al bueno de “Mañuquito”, el auxiliar de la Escuela, para que a toda prisa le ayude a encontrarlo... ¡Tanto que le había costado encontrar las palabras precisas y las cifras exactas, no era cosa de comenzar a improvisar, ahora!... Además, en esos tiempos, ello era considerado una falta de respeto. Hurguetearon bolsillos, cajones, carpetas... y nada. Al fin, en la hora nona, “Mañuquito” se acordó de aquellos papeles que había, hacía un rato, arrojado al basurero. Y ahí lo tenemos, al pobre, recogiendo uno por uno los fragmentos de aquel largo discurso y pegando sus restos sobre una gruesa cartulina, hasta armar aquellas páginas y salvar la honra del Director, que mientras tanto, a fin de entretener a los invitados, estaba obligando a los profesores a improvisar sobre el escenario toda suerte de cuentos y entretenciones.
Del Libro "Anecdotario Insular"
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