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domingo, 9 de enero de 2011

Tres días desaparecidos...
   En el Castro de hace medio siglo, con cinco o seis mil habitantes cuando más, las anécdotas que solían sucederle a algún vecino connotado, eran presa del comidillo público, materia de risas y comentarios, de alusiones descaradas, durante mucho tiempo después de sucedidas. Más aún si a quienes ocurrían tales sucesos poseían el rango de “maestros”, esto es, formadores, apóstoles en cuyo rostro y vida se miraban  los muchachos y las generaciones futuras.
   Ello, en ningún caso, significaba que éstos tuviesen impedimento alguno para “mostrar la hilacha”, de vez en cuando. Total, hasta en las mejores familias estaba permitido...
   Es lo que le sucedió a los buenos de Enrique, Lupercio y Lucho, amigos de “correrla” juntos hasta las últimas consecuencias, la vez aquella en que estuvieron perdidos tres larguísimos días.
   Al comienzo, hay que decirlo, sus honestas consortes no se preocuparon ya que, sufridas y pacientes como todas las chilotas, aceptaban sin “chistar” las libertades que sus hombres solían tomarse. Al tercer día de “desaparecidos”, cuando la situación comenzaba a ponerse desde “castaño a oscura”, impelidas por el presentimiento de alguna desgracia colectiva, no tuvieron otro remedio que hacer de tripas corazón, y, sosteniéndose la una a la otra, llamar a la puerta de aquel lugar “maldito”, puerto del pecado y la iniquidad, más conocido en el pueblo como “Danubio Azul”.
   Las mujeres que allí había, negaron como mártires cualquier conocimiento de aquel caso. ¡Tan abnegadas ellas, y tan fieles...! Pero no dudaron en informar a los “extraviados” de aquellos pormenores para que, prevenidos, tomen las de villadiego y le ganen el “quien vive” a sus consortes, al regreso a sus casas. Ni tontos ni perezosos, cada uno de los amigos urdió excusas dignas de figurar en los anales de la jurisprudencia. El uno, atacado por la digna ira, amenazando hacer “arder troya” por la ausencia de la esposa del hogar a la hora de su regreso, con gritos destemplados la redujo al silencio y la vergüenza. La víctima, sin darse cuenta, transformada en victimario, en responsable de todos los males que ahora aquejaban al esposo.
   En otro caso, el esposo con el rostro envuelto en toallas, negándose a mirar a su cónyuge, ya que –dice-  “se le cae la cara de vergüenza”, logra de ella no sólo el perdón sino el arrepentimiento por su indiscreta búsqueda.
   En el tercero, bueno, en el tercero es otro el resultado. Aquí es Berta la que “ronca” y la que no acepta “explicaciones”. De un par de “zarpazos” y otros cuantos “tortazos” deja en la miseria a su marido, el que se ve obligado a guardar cama hasta que se le deshincha el rostro y empalidecen los moretones. Aún así, cuando reaparece en público, todo el mundo comenta sus aflicciones. Hasta versos, escritos por algún ocioso, circulan por los clubes, bares y cantinas.
Del Libro "Anecdotario Insular"