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Casa de Orates |
En aquellos años aún regía con fuerza entre nosotros el viejo axioma español: “la letra, con sangre entra”. No era difícil convencer a los muchachos, aún a los más “duros” o porfiados. La rebeldía, que siempre ha existido, se canalizaba soñando con la “Legión Extranjera”, imitando a los piratas de Malasia, jugando al “Paco y al Ladrón”, o a los “Cowboy”, en los que todos querían ser villanos, no pacos; indios, no héroes. La causa de los oprimidos, es –por decirlo de algún modo- la causa eterna de los niños, de los inocentes, de los que están más cerca de la gracia.
En la escuela no se aceptaban los “errores”. Si un muchacho cualquiera, Juanito, por ejemplo, a la pregunta del maestro respondía que dos por tres es igual a siete, no a seis, recibía sin mayor tardanza siete varillazos en las manos para que nunca más de olvide de los números. Ello, además del dolor, le significaría durante mucho tiempo la burla de sus condiscípulos y, además, siete páginas escritas una tras otras con el resultado exacto de la operación .
Al único que solía perdonársele tales inexactitudes era a “Tavo”, considerando “limitado” cerebralmente.
Con los años, a lo mejor para dar pruebas de su limitación, “Tavo” se transformó de bebedor empedernido en un enfermo alcohólico, en un bebedor “profesional”.
Cuidaba de su persona, sin embargo. Siempre se le veía pulcramente vestido, limpio el cuello y la camisa, provisto de una elegante y “sentadora” corbata. Pero la enfermedad lo había cogido irremediablemente. El delirium tremens lo atacaba periódicamente, tanto que los médicos estimaron que lo único que se podía hacer por él era enviarlo al hospital siquiátrico, en Santiago, más conocido como la casa de “Orates”.
Y para allá fue conducido “Tavo”, acompañado por un enfermero local, tanto o más adicto al alcohol que el mismo paciente. El hecho es que, sea por la afición al alcohol o por las incomodidades del viaje, el enfermero arribó a Santiago en estado irreconocible: los ojos inyectados en sangre, la barba hirsuta, la ropa desarreglada. “Tavo”, como siempre, impecablemente vestido y fresco como una lechuga.
Desconcertado, el Director del hospital no hallaba cómo resolver el problema. Al fin se le ocurrió la argucia típica: vaciando su cesto de papeles, pidió a cualquiera de los presentes que hagan el favor de llenársela con agua. Sin terminar de despertar aún de su borrachera, el enfermero, acostumbrado a obedecer las órdenes médicas con prontitud, cogió el cesto y salió del cuarto a cumplir el pedido.
A los pocos días “Tavo” retorna al pueblo e informa a todos del desenlace. El pobre enfermero, cuando al fin logra explicar su situación y obtiene su “alta”, se transforma en el hazmerreír del pueblo. “Tavo” durante muchos años será el más importante de nuestros personajes populares.
Del Libro "Anecdotario Insular"