domingo, 12 de septiembre de 2010

Gaucho
Desde los siglos pasados, aún antes de nuestra independencia, los chilotes se transformaron en pioneros y hombres indispensables en el desarrollo de la región austral, chileno-argentina. Sin exagerar, podemos decir que han sido y siguen siendo la savia vital que ha permitido el florecimiento de vastos territorios de la América meridional, tanto en las tierras australes como en las pampas salitreras del norte grande.
Por supuesto, en su momento, también se hicieron presentes en las luchas sociales de principios de siglo, y no es difícil encontrar sus nombres en las nóminas de héroes que sucumbieron en la trágica Patagonia o en Santa María de Iquique, en defensa de sus ideales de fraternidad y de justicia.
Por otra parte, es bien sabido que los mejores esquiladores, los mejores marinos, los más sacrificados exploradores son y han sido chilotes. Por cierto, entre esos muchos “buenos chilotes” también hubo y existen aquellos a los que el común de la gente califica como “sencillos”, campesinos que muchas veces jamás han salido de sus tierras y no conocen sino las costumbres propias y de sus vecinos, los que, en esos tiempos, al llegar a esas nuevas geografías recibían con un dejo de admiración cada “novedad”...
-- “¡Catay!”…
Muchos de éstos apenas si soportaban un par de meses su andar por tierras extrañas; echaban de menos la convivencia con los suyos, el mate de chicha ante el típico fogón, las historias que se trasmitían de boca en boca ya sea en medio de las comunes faenas de aporcadura o de cosecha, o en las tradicionales fiestas de “santos” que hace, en los campos, más gratos, los inviernos. A los que se veían obligados a regresar consumidos por la “morriña”, sin embargo, aún cuando el viaje a la faena hubiese durado un solo mes, se le pegaba de tal modo el acento y los modos “argentinos” que se transformaban en “desconocidos“ hasta para sus propios familiares. Era cosa de observar a los viajeros a la vuelta de la esquila, lo bien enfundados que solían llegar en sus botas “acordeonadas”, en sus anchas y estorbadoras bombachas, con el pañuelo anudado en torno al cuello como los viejos gauchos, su boina, su mate y su facón...
Es lo que le sucedió a nuestro bueno de “Juan Lapa”, apodado de ese modo por la picaresca pueblerina, que vio en sus gruesos labios un símil de ese molusco, modesto trabajador urbano que se ganaba la vida limpiando huertas, chimeneas o realizando mínimos menesteres y mandados. Como buen hijo único, la mamá siempre lo trató como a “niño mimado,” ése tal vez sea el motivo de su corta estadía en Argentina, no más de dos meses, lo que no fue impedimento, claro, para que a su vuelta se mostrase como todo un “ che...”
La primera vez que se mostró de tal modo en la casa materna, fue un día que acompañaba a su viejecita a guardar las ovejas, casi al filo de la tarde. De pronto, mirando hacia la laguna, como quien ve por primera vez aquellas aguas, la interpela:
-- “Mirá, decime che mamá, ¿qué pajarracos son ésos? Sí, aquellos que toman agua con bombilla, decime”...
La pobre madre, entre sorprendida y estupefacta se lo queda mirando. Luego, moviendo compasivamente la cabeza le contesta:
--“ ¿Qué no conoces ya a los patos, hijo?
Un par de días más tarde, la anciana observa al hijo buscar inquieto en la cocina. Desde el interior le pregunta:
-- ¿Qué buscas, hijo?
-- “La “pava”, pues vieja, la “pava”...
Por cierto, durante mucho tiempo, años quizás, nuestro buen Juan “Lapa” sólo hablará en “che” y contará historias maravillosas de su estada en esos pagos. Los que lo conocen, por llevarle la “corriente”, se sentarán a su lado a escucharle y lentamente, para que no “se note”, irán agregándole detalles a los cuentos. A fin de cuentas, ¿cómo podrían escribir tantas historias si no fuese de ese modo, nuestros insignes letrados...?

Del Libro "Anecdotario Insular"
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