sábado, 26 de febrero de 2011

CASTRO EN LOS INICIOS DEL SIGLO XX

Nos parece interesante y lógico iniciar las Crónicas de la Ciudad de Santiago de Castro en el siglo XX, con una breve descripción de su estructura y distribución en la topografía de la hermosa meseta, que tanto llamó la atención de Martín Ruiz de Gamboa y que eligiera para echar las bases de Castro, la que desde sus inicios se convertiría en la más importante del Archipiélago de Chiloé hasta hoy día, pese a las diversas vicisitudes que ha debido sufrir y enfrentar en el transcurso de su historia.
            Tal como se aprecia en la panorámica captada por el ojo certero del más cotizado e importante fotógrafo gráfico de su historia, en el siglo veinte, Gilberto Provoste Angulo, la ciudad se concentraba en torno a su abrigada y hermosa bahía, extendiendo sus tentáculos urbanos por distintos derroteros de Pedro Montt, Lillo y Pedro Aguirre Cerda, para ganar la planicie a través de Blanco Encalada concluyendo en Freire con Sargento Aldea por el Norte y  la Plazuela Henríquez con Portales, por el Sur, mucho menos poblado, encontrándonos con dos, tres o cuatro casas por cuadra.
            En el sector costero, el acceso Norte se le identificaba como la Cuesta de Los Cristi o de las Vieres, por vivir allí familias apellidadas así. Posteriormente se denominó la cuesta de los Yúrac como también la identificamos en la actualidad.
            Por el sector playa y hacia Pedro Montt se levantaban enormes bodegas para almacenar papas, trigo, manzanas, chicha y otras mercaderías que llegaban  o salían  del otrora activo puerto isleño.
            Así mismo y ya avanzando hacia el sur se ubicaba  “la casa de máquinas” de la Empresa de Ferrocarriles de  Chile y la Estación propiamente tal, frente a la Aduana y la Casa de Sanidad, junto al muelle.
            La Estación era un construcción de un solo piso, donde además se ubicaban las oficinas y residencia del jefe.
            ...Y ya que hablamos de la Estación de Ferrocarriles, digamos que el año 1904 llega a Chiloé el ingeniero Carlos Briceño, con la misión de realizar los estudios de su factibilidad.
            El  año 1909 se inicia su construcción, con una extensión de 88 kilómetros, realizando en ese mismo año su viaje inaugural el día 22 de junio en medio de la expectación de toda la ciudadanía... y de los lugareños que vivían en los pequeños caseríos de los villorios de la Isla Grande, como Llau-Llao, Pid-Pid, Piruquina, Mocopulli, Butalcura, Puntra-Coquiao, Pupelde y Ancud.
            El tren, de trocha angosta, utilizaba como combustible leña o carbón de piedra, para calentar las calderas de las locomotoras, abasteciéndose de agua en los estanques existentes en distintos sectores del recorrido... además -a veces- de arena que debían ir colocando sobre los rieles para que el “convoy” no patine en las cuestas, cuando escarchaba.
            Salía desde Castro los lunes, miércoles y viernes. A las 8.30 horas tocaba “prevención” con el fin de que los pasajeros se vayan reuniendo. La partida era a las 09  horas... con la esperanza de llegar a Ancud a las 15 horas, cosa que raramente se cumplía.
            En los inicios del servicio su conductor era Nicanor García. Otro personaje de la empresa era el valijero José Ascencio, más conocido como “Pepe Preñao”.
            Una pasajera de esa época nos relata que viajó con su madre a Ancud y que pese a salir de Castro puntualmente a las 09 horas, recién llegaron a destino a las 21,30 horas, bajo una lluvia torrencial... ¡Más de doce horas para el corto recorrido, debido a la crecida del Río Puntra, que tapó la  línea férrea, por lo que tuvieron que esperar la llegada de un auto carril, con capacidad de sólo cuatro  personas por viaje, para hacer el traslado de máquina.
            La llegada o salida del tren era un paseo habitual, especialmente de la juventud. Cada día “que había tren”  el sector correspondiente a la Estación se repletaba de gente. Cuando había buen tiempo el paseo era muy agradable, extendiéndose hacia el muelle o la costanera. Cuando llovía... bueno, se capeaba el chubasco bajo el ancho alero de la Estación, generándose amenas charlas entre grupos afines.
            Prosiguiendo nuestra descripción de la ciudad podemos decir que las más hermosas construcciones estaban emplazadas como palafitos,  sobre grandes pilotes de ciprés o coigüe, con veredas y escalones de madera, que facilitaban el tránsito. Allí , justamente al frente de la calle Blanco Encalada, destacaban la “Tienda Juan Cárdenas” y otras, en tanto que así  como se avanzaba hacia el sur, frente a donde hoy se levanta el mercado y las cocinerías, lucían sus fachadas las casas del comerciante  y Agente Viajero, Vicente Barría y otras, lamidas también en la pleamar por las salobres aguas de la bahía. Aquí , muy concurrida por los viajeros y pasajeros del archipiélago era la pensión  “La Amistad” de propiedad de Atilio García, como también lo era el Hotel de Enrique Vargas, ubicado en calle Pedro Aguirre Cerda, donde solían realizarse importantes acontecimientos sociales como despedidas, casamientos y banquetes en homenaje a algún ilustre visitante.
            En este mismo sector llamaban la atención de los pasajeros que ingresaban al canal, a bordo de los numerosos  buques que llegaban a Castro, los grandes y hermosos palafitos que allí se levantaban y que al desembarcar ávidos de curiosidad por esas extrañas construcciones, como también lo son los que aún lavan y lavan las aguas del Río Gamboa.
            Obviamente que esta descripción urbanística de la ciudad también se empina por calle Blanco, plena de grandes y hermosas construcciones, unas casi juntas a las otras, todas cubiertas con planchas de zinc importado, adornadas con arabescos diseños, que se prolongan y repiten en la viviendas de San Martín, la otra arteria más  poblada, lo mismo que en O’Higgins, Freire, Ramírez y otras calles, utilizándose el mismo material o las típicas tejuelas de alerce, que en hábiles manos de los diestros carpinteros chilotes adquieren hermosas y llamativas formas, aun -felizmente- vigentes.
            Mención especial en esta descripción del Castro de los inicios del siglo, merece la Plaza de Armas, tal vez una de las más grandes del país. Ella no sólo constituía un atractivo centro de reunión sino que también un pulmón vegetal contorneando por ambos lados sus pavimentadas calles con gigantescos robles y maitenes. En lo fundamental., su planificación es la misma que hoy conocemos, salvo la supresión y reemplazo de su hermoso quiosco, verdadera obra del arte manual del  carpintero chilote y su pileta de agua con pecesitos de colores, sustituida por un impersonal y exótico obelisco.
            Bajo ese frondoso bosque, especialmente los sábado y domingo o al caer la noche, la juventud  se reunía en alegres grupos, comentando los principales sucesos del día, además de ser escenario de numerosos pololeos y sitio de alegres juegos para los más pequeños, que sin radio y menos aún televisión, vivían plenamente la vida al aire libre.
            Los mayores, ocupaban los cómodos bancos para comentar los sucesos del día. Así mismo, provisto de los diarios que llegaban una vez a la semana, traídos abordo del Colo-Colo, el Taitao, Trinidad, el Atlas, barcos que hacían el cabotaje entre Puerto Montt y Aysén, se imponía de los principales sucesos políticos, económicos, deportivos, sociales, nacionales o internacionales, mientras los jóvenes esperaban seguir las seriales que publicaban El Fausto y El Peneca.
Del Libro "Cronogramas de Castro en el Siglo XX"
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